A los cuatro vientos, marzo 2009 2

Tramo 2: A la siesta rumbo a Ezeiza.



La misma tarde del día de su cumpleaños, salimos con Seri de vuelta a la estación Gerli para tomar el tren eléctrico a Ezeiza. Esperamos poco y nos incorporamos a un tren lleno, mitad por pasajeros y mitad por vendedores ambulantes, muchos que aprovechaban el calor reinante para tener éxito en su venta de gaseosas o helados. Íbamos parados, y en eso vi algo verde entre mis pies: cuidé de no pisarlo y no me distancié, para que tampoco lo pise nadie más.
Mientras tanto, entre los choques de canastas y conservadoras, las cajitas de turrones y los nenitos a los que se les caían las tarjetas y los señaladores, llegó cuando pasábamos estación Turdera un vendedor de perfumes, que -lamento decirlo- es el peor vendedor ambulante del que puedo dar testimonio: La fluidez en el discurso era cosa desconocida para él, y nos contó buena parte de su historial laboral para argumentar la calidad de los perfumes. Repetía cosas innecesarias, evidenciando su inseguridad. Parecía estar dando excusas para que le compremos su producto, en vez de ofrecerlo como el mejor del mercado en su relación precio-calidad. Espero el año que viene volver a viajar en el Roca y encontrarlo, esta vez mucho más sagaz en la venta de perfumes al público pasajero.
En fín, llegando a Ezeiza yo seguía evitando pisar el chicle que había visto entre mis pies, que imaginé, con el calor del piso iba a quedarse fácilmente pegado en el calzado de quien le pusiera el pie encima.
Mi custodia terminó cuando bajamos a hacer la transferencia con el tren diésel, para seguir viaje.


Estribillo rumbo a Cañuelas.


Las 15:50hrs de esa tarde de sábado nos encontraba atravesando raudamente el túnel para llegar al tren diésel que nos llevaría a Cañuelas. Nos incentivó el ambiente sediento de la siesta soleada, y antes de subir al tren compramos una gaseosa tan valiosa como salada en el puestito que estaba oportunamente en el andén. Ocupamos los azules, metálicos y rígidos asientos de un coche “antivandálico”, los cuales no dejan de prestarme negativo asombro.


Interior de un coche antivandálico.

Dimos término al medio litro de gaseosa que adquirimos en el andén mientras el tren hacía los primeros metros. Y ya con el tren en movimiento, vimos circular más vendedores que pasajeros, que ofrecían sobre todo golosinas, helados y bebidas.
Al poco tiempo abandonamos esos asientos, buscando quizás un poco de confort. Por eso fuimos al estribo, así de paso sacábamos fotos desde ahí.


Estribo.

Que Dios, la UGOfe y la Secretaría de Transporte Ferroviario nos perdonen, pero en ese tren poco poblado, en las horas en que la tranquilidad se ve y se huele en los pagos de Cañuelas, no había mejor lugar para llevar el viaje que en el estribo. Sabiendo del riesgo que significa y llevando por eso la cautela necesaria, junto con el placer del riesgo. En una oportunidad pasó el guarda y como para quitarnos la impunidad, nos advirtió que no bajemos los pies a la escalera. El paisaje se amarillaba con la luz del sol, y se hacía ameno con el viento que fabricaba la velocidad del tren andando, que me sacudía la cabellera graciosa o ridículamente.






Vicente Casares.

El tren paraba en cada una de las estaciones y yo cogoteaba mirando a lo largo de la formación en cada detenimiento. No veía a nadie subir, a nadie bajar: ese tren era un mundillo de dieciséis ejes, y habitado por personas que al parecer, esperaban llegar a Cañuelas para no volver hasta el lunes, hasta el inevitable regreso al trabajo.
Así y de a poco, la vista se nos iba acostumbrando a la llanura de la tierra sembrada, sentados entre las puertas veíamos el paisaje correr con el viento hacia atrás; las vacas, los caballos, y algunas arboledas apartadas de vez en cuando. Calles de tierra al lado de las vías, pasos a nivel precaria y sobrecargadamente señalizados. Un perro imprudente, acostado, muerto, a metros de los rieles. Después silos, estructuras metálicas. Finalmente y con los molinos, ya se veía el anuncio de nuestra llegada a la ciudad de Cañuelas.


Petión.


Kloosterman Smata.


Kloosterman.


Cañuelas.

Salimos de la estación, entrando a la ciudad como esos dos forasteros que éramos, aunque tratábamos de disimularlo y tenemos la esperanza de que nos haya salido bien. Encaramos calle Libertad hacia la plaza central: San Martín. Ciudad de estructura típica; la estación está a pocas cuadras de la plaza principal, conectada a través de una avenida. Por ahí caminamos, disfrutamos del sol y la estupenda armonía que se respiraba, acentuando aún más ese sábado a la tarde.


Plaza San Martín, la plaza central de Cañuelas.

Nos sentamos en un banco, seguramente comentamos cosas del lugar, de la gente (las chicas) lo lindo o lo feo de vivir allá, después fuimos a caminar por los alrededores. Vimos algunos adoquines y bastantes casas viejas, en buen estado, algunas usadas por negocios. Nuestro tren de vuelta salía a las 18.10hrs, en una hora. Volviendo por Libertad entramos a un bazar y compramos cuchillos rojos. Después seguimos hacia la estación, pasamos por la operadora de Ferrosur Roca encontrándola cerrada, como no podría ser de otra forma tratándose de un sábado vespertino. Ya en la estación, sacamos pasajes y abordamos el tren, que ya estaba esperando para puntual ponerse en marcha.


Andén 3 de la estación Cañuelas.


A Ezeiza.


Cañuelas y más allá... Desvíos para maniobras del tren carguero, frente a los silos.

Retomamos nuestra posición en los estribos, y se produjo el viaje hasta Gerli, ya que en la televisión nos esperaba el partido de la selección argentina, y a la noche una salida de farra y alegría correspondiente al natalicio de Seri.




____
Fotos y texto por Trenazul, marzo 2009.

Entradas más populares de este blog

¿Por qué los animales no van en los billetes argentinos?

El tablero de dibujo

Surfeándola III: Esperanza