Microhistorias dicotómicas y su desempate.

Anexos del trocha media ferroturismo (enero 2009)


Artista imperceptible de la tristeza perceptible.

Tiene doce años y un hermano bebé. Pasa frío si hace frío, y calor si hace calor. Camina despacio y descalza las estaciones y los trenes de la línea C, porque no tiene zapatillas. Su pelo teñido y cansado de ver a sus brazos cargar al hermanito, que está creciendo violentamente.
Ella pasa de vagón en vagón. Les habla a los pasajeros con la mirada fija en el piso. Su pregón es casi tan triste como la expresión de su cara. Ella quizás no esté tan triste todo el tiempo, como su cara lo sugiere; pero sabe que la gente que se compadece de las sonrisas es mucha menos que la que siente lástima de las tristezas ajenas.
Por eso lleva sus días llenos de un espectáculo infame; llena su vida de caras largas, de ojos lastimosos y tristezas obligadas. Regala una expresión triste, y recibe a cambio más expresiones tristes de aquellos que piadosos le dan unas monedas, y de los que impotentemente no tienen una moneda para darle.
Quizás la única vez en que su cara refleja realmente su sentimiento es cuando se pone a pensar que tiene doce años y no puede sonreír, porque su trabajo se lo impide.


Artista perceptible del equilibro imperceptible.

Él es un artista, pelo largo, bien vestido. Toca la guitarra en los trenes del subterráneo línea B. Siempre se para de frente al sentido del tren y canta mientras toca canciones folclóricas o medianamente melódicas. La gente ve su guitarra y su bastón blanco, lo escucha y cree que ese es el show. La gente no se fija en el detalle de que él con su ceguera a cuestas, interpreta canto y guitarra parado en medio del coche de subte, sin agarrarse más que con los pies del piso. Es considerado guitarrista y no equilibrista. Y él sigue siendo el ciego.


Cuando compré siete segundos de un tren por ochenta guitas.

Hacía fila en boletería de Gerli mientras esperaba el eléctrico a la cabecera Constitución, con caso omiso a la tradición roquera de no pagar pasaje por tres estaciones. En la mitad de la espera por el boleto, el tren llegó al andén. –Seis, siete segundos… ¿cuánto puede demorar en salir…?– pensé para mis adentros que ya tendría que esperar al próximo, con todavía tres personas delante mío. Unos segundos más, y cada uno bien largo. Cuando estaba sacando mi boleto el tren seguía ahí. Ni bien abandoné la ventanilla corrí a la puerta más cercana mientras veía que se cerraba, me quedé cerca en una mezcla de vergüenza al ridículo y desconcierto… las puertas estaban cerradas, aunque el tren permanecía quieto. Los segundos me significaban eternidades de incertidumbre: ¿y? ¿va a arrancar este tren? ¿Hasta cuándo esa multitud que va adentro del vagón va a mirar mi cara de fracaso en el intento por subir? Tres. Cuatro. Cinco segundos quieto (y era mucho para un tren en hora pico). Sorpresivamente, contra toda predicción, las puertas se abrieron de nuevo. Miré a los dos costados y me metí picarescamente.
Recién pasando Irigoyen, entre el aglomerado matinal de personas, acomodando en mi bolsillo el boleto, me di cuenta por qué se habían abierto las puertas.


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Ideas de Trenazul redactadas cerca del 19/01/2009 9:40:03

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