La permanente

Los chicos en el barrio no la conocían por su nombre, era simplemente 'la gorda'.
Iba religiosamente, cada mes a la peluquería. Su problema de aumento de peso era de una prosperidad inuscitada.
En el último agosto fue y se sentó en el asiento de corte con cierto esfuerzo: Sólo después de menearse un poco entre los apoyabrazos pudo acomodarse. Preparada para pasar, como era costumbre, algunas horas de charla y cotilleo, pidió hacerse la permanente.

En el transcurso le ofrecieron una porción de pasta frolita, uno, dos cafés, unas masitas de maicena, unas medialunas, un caramelo masticable, un bombón con licor. Todo se tornó terrible al momento de levantarse: en aquellos minutos de distracción, sus sentaderas se habían expandido los milímetros suficientes como para impedir que se desencastre una pieza de la otra: la silla y ella casi conformaban la misma cosa.

En esa amalgama, la señora hizo fuerzas de diferente tenor e intensidad. Gritó -era impresionante escuchar a la gorda gritar como si la estuvieran degollando-, pidió ayuda, la empujaron entre varias, pero nada se pudo hacer para sacarla del asiento.

No hubo más remedio que contratarla. Su salario no es mucho, pero trabaja sentada.

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