Monedas

Se dice que en realidad, las monedas nunca llegaron a la fuente.
Cuando las personas se daban vuelta para tirarlas por detrás del hombro, hombrecillos pequeños aparecían. Para no hacer oír su andar iban vestidos con ropas ajustadas, con unas pantuflas muy acolchonadas y guantes de cuero blanco. La agilidad de esta etnia era tanta como su codicia.

Claro que su gestión de enriquecimiento era prolija y no se limitaba al arrebato por simples apariciones fugaces: este engaño también requería la puesta en escena de todo el movimiento que involucrase a la moneda. En cada operación interferían al menos tres individuos: uno de ellos se encargaba de atajar el dinero, y otros dos se apostaban a la orilla de la fuente: el segundo para medir el arco, la velocidad, la altura de la caída y la posición donde aterrizaría, y para indicar el lugar preciso donde proceder. El tercero aplicaba bajo indicaciones del anterior, un certero tinclazo a la superficie del agua imitando el impacto del metal en el agua. De esta forma cada supersticioso quedaba convencido de que había tirado una moneda al agua de la fuente, con una convicción evidentemente errada.

Pero esta barra no terminaba su labor en la estafa: un quinto individuo se encargaba de escuchar los deseos, de leer las mentes, de registrar los pedidos que se lanzaban con la moneda que se pretendía caída al agua. Con ese legajo, un sexto o séptimo u octavo hombrecillo seguía a la víctimas durante los siguientes cuatro días: si en esa seguidilla se verificaban acciones que ameritasen ser compensadas, el engaño se consideraba en su justo derecho, y a veces -por no considerarse suficiente- se sumaba a la justicia la apropiación de algún artículo de mucha utilidad y fácil pérdida en el entorno cotidiano del investigado -con algún momento en que se diese vuelta ya sería suficiente para imponer aquella falta.
Al no haberse ideado una forma de retroceder las estafas, el organismo de justicia de este grupo siempre encontraba un pretexto para que nadie escapara de la condición de culpable.

Pese a todo este tráfico ilegal de monedas que pagaban culpas, la mayoria de las veces, un noveno y décimo ente -tal vez para lavar las culpas del grupo-, se encargaba de cumplir con el deseo efectuado de espaldas a la fuente.

Se estima que los gastos energéticos y de insumos de estas bandas, sumados a la devaluación de las monedas de metal y lo sostenidamente caro que empezó a ser el labor de cumplir deseos, motivaron al desarme de la matufia. Su desarticulación delictiva los llevó a emigrar lejos, muy lejos, lejísimo. Se dispusieron a cuidar y resguardar las monedas, que en definitiva era lo único que habían conseguido. Las contaban, las lustraban, las volvían a contar, las volvían a lustrar. De tan contadas y tan lustradas, su resplandor iluminado por el Sol y mezclado con la densidad de la lluvia, hace ver hoy mismo siete colores en el cielo.



Elisma.

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