Verdad del prólogo.

Abro el libro con ansias, paso rápidamente las páginas de presentación; dedicatorias, datos de impresión; pago de depósitos. Y encuentro una barrera moral: el prólogo.

Aparece entre el libro y yo como un abogado de la corrección literaria. Ante él, ello y superyo se agarran de los pelos y yo, noqueado tras ese conflicto, asisto como al examen de ingreso de la facultad. Por una cuestión protocolar siempre hago el intento de empezar el libro leyéndolo. Y casi siempre también, llegando al tercer párrado huyo hasta el próximo título.

El prólogo siempre es impertinente, siempre se llena de habladurías sin sentido, de anticipos que apagan la sorpresa, de obvias alabanzas al autor. No entusiasma; es pro [ante] logo [palabra], palabras antes de la palabra. Quiere asegurarse de encuadrarme en determinada forma, de ambientarme con ciertas imagenes, de acomodarme a ciertas palabras, de poner ketchup donde quizás yo hubiera puesto mayonesa. Funciona como guía turístico en un viaje que yo pretendo de aventuras.

Aún en autores que no necesitan siquiera presentación, en obras cuales la riqueza radica en entenderlas en la lectura de la obra, el prólogo cunde filtrando todo libre albedrío.


Tal vez aún peor sea la manera en que se gana ese lugar: Siempre chupamedias, endulzador, salamero del autor, en ningún caso se obvia la parte que puede resumirse en  'hola, soy tu amigo, leí tu libro y no hay duda, sos el mejor autor de tu estilo, tu libro es fundamental y va a convertirse en clásico'.
 Malévolo paratexto que pretende robarse todas las interpretaciones, tenés mi guerra declarada.

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