El plantazo

Habían dicho que a las seis de la tarde, que el próximo viernes, que en la plaza frente al cafetín de Don Blás.
Ella estuvo ahí; llegó temprano y lo esperó. Se sentó cuando empezó a marearse de tanto mirar las agujas girando en el reloj del campanario. Al tercer día, la gente ya miraba extrañada. Por su quietud y cansancio, algunos transeúntes le dejaban monedas al pasar. También por su quietud y cansancio, algunos pícaros le sacaban las monedas al pasar.
Fue testigo de faroles encendiéndose y apagándose; del bullicio revitalizante que prestan las correteadas de los chicos, y los gritos divertidos sobre las líneas de las rayuelas. Fue testigo de algunas noches sobre el césped de la plaza, frente a miradas que no entendían su paciencia.
Al séptimo amanecer la plaza se detuvo de asombro: paseadores de perros, canillitas y escolares con sus padres se silenciaban al pasar, sin poder evitar notarlo: ella había dejado el banco de la fuente, donde había posado los últimos días.
Fue a dar algunas vueltas por las calles de alrededor, con la esperanza de encontrarlo en una de las esquinas. Los canillitas vendieron muchas noticias sin tener ninguna de ella. “La mina del banquito” -como la llamaban ellos- ahora camina pesada por las calles más largas. Hizo un circuito entre las calles, doblando sistemáticamente a la derecha, siempre en las mismas esquinas. Va solamente con su ilusión a cuestas, y ya le pesa demasiado. Ya mira ciega las calles en las que dobla; su ilusión sigue cargándole las espaldas, y ella camina peregrina, imparable.



Viene de contar el capítulo final.
Sigue en el capítulo después del principio, 'Otro gallo le cantara...'


TZL - 24 de enero del 2009

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