El tipo que siempre esperaba el invierno.

Carlos Fiorento no tenía una vida muy dinámica, sino más bien rutinaria y bastante despoblada de gente. Un día 26 de junio de camperas que lo agarró desprevenido, vino a visitarlo la gripe. Consecuentemente invadió sus lugares de costumbre y su cuerpo: se sentaba en el sillón con él, miraba los mismos programas de televisión que él, lo acompañaba al trabajo en el mismo coche del tren, se quedaba las ocho horas de jornada laboral y volvían los dos en el subte c, para que el virus duerma en la misma cama que Carlos. El tipo por supuesto se incomodó y molestó mucho ante tremenda invasión del diminuto virus, con su equipaje de síntomas que lo acompañaban a todas partes. A los dos días, y después de convivir enojado con su enfermedad, se dió cuenta de de lo fiel y constante que estaba siendo la gripe y que pensó que tal vez sus intenciones no fueran tan malas. Por eso de a poco se fue alejando del ibuprofeno, de las sopas de verduras, de los tés con canela, de las zapatillas y de secarse bien el pelo después de bañarse: todo por mantenerse cerca de este ente que vino a su vida de repente y que de quien ahora empezaba a encariñarse.
El mes de agosto fue felicidad plena para él: después de toser siempre sonreía; después de estornudar agradecía a Dios; mientras se limpiaba la nariz se sentía desinteresadamente acompañado; miraba contento en el espejo sus ojeras grandes y violetas, símbolo de que el amor entre el virus y él perduraba ya hacía tiempo. Carlos ya casi podía ver concretadas sus esperanzas de morir por amor, mientras su cariño crecía junto a la delgadez de su cara y a los sonidos roncos de su respirar. Pero como la ilusión ya se había encendido y el amor ya estaba florecido, no demoró en llegar un dramático veintiuno de septiembre que trajo la calidez del Sol, se llevó el frío del invierno, y junto con él también se fue el ambiente hospitalario de la gripe.
Su enfermedad empezó a debilitar y la tos era cada vez menos frecuente. Su voz se empezaba a aclarar, y por más que anduviese descalzo no había cosa que llamara de nuevo al pequeño ente que lo acompañó en los meses anteriores. Así, gradualmente y ya para fines de septiembre, Rogelio gozaba de buena salud, y de un deplorable estado de ánimo. Sus días primaverales le habían devuelto el tono colorido e insulso que su rutina había tenido siempre, y aunque de vez en cuando tenía una alergia, sus síntomas y su fidelidad no se comparaban con los de su amada gripe. Así, Carlos se refugió en su casa cobijado por un aire acondicionado que consolaba sus nostalgias de invierno, queriendo con todas sus fuerzas reencontrarse con su antigüo amor, el que un día sin despedirse lo dejó, pero que pareció prometer volver en cada invierno...
Mientras esperaba, Rogelio siempre decía que la gripe la habían inventado las mujeres, basándose en la semejanza de su natural procedimiento: "...vienen sin que uno las llame, nos encantan, nos enamoran, y cuando las empezamos a querer mucho, ahí se van alejando."
Así empezó la historia del tipo que siempre esperaba el invierno. La gente de su barrio dice que durante los nueve meses que no eran de invierno no se lo veía salir de su casa y su sistema de refrigeración ambiental no dejaba de funcionar. Durante los tres meses del invierno tampoco se lo veía salir de su casa porque era un tipo más bien discreto; la diferencia es que cuando estaba en su casa en invierno, ésta irradiaba toses sonrientes y una enferma felicidad.
No pasaron muchos años hasta que las toses y la respiración obstruida de Don Rogelio dejaran de escucharse. El almacenero no recibía más sus pedidos de pañuelos descartables al por mayor. La mayoría suponemos que al fín Rogelio cumplió su sueño de morir por amor. Aunque hay algunos que insisten en que sigue vivo, que con el tiempo se hizo inmune al virus de la gripe, y que en su irremediable depresión sentimental, decidió cambiar de almacenero.

TZL
7 mayo 2008 - http://www.fotolog.com/trenazul/34840000

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